- - Yo
milito desde el arte. Voy a las marchas.
La compañera
lo fulminó con la mirada. Había escuchado, por enésima vez quizá, la misma
excusa de la que se agarra más de un pibe para justificar su accionar. Un rato
antes, y sin que nadie más interviniera, la compañera se lo había cruzado al
compañero en el ascensor y le preguntó -recriminando- sobre su uso del pañuelo
de la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito atado a su mochila. Esto
viene a cuenta de un viejísimo debate.
El último
martes se volvió a presentar, por octava vez consecutiva, el proyecto de ley de
Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE), que congregó una multitud de
personas en los alrededores del Congreso de la Nación. Se vio una enorme
mayoría de mujeres y cuerpos gestantes encabezando la propuesta. Aunque también
se vio una cierta cantidad de varones. Y ahí otro sub-debate se volvió a
instalar: ¿deben ir los varones a las marchas feministas?
En principio, ¿está
“mal” estar a favor de la Ley IVE? No. Ahora, ¿está “mal” portar el pañuelo
verde siendo varón cisheterosexual, blanco y de clase media? Ahí la respuesta
es distinta.
En realidad,
para contestar esa pregunta hay que volver a la madre de todas las batallas:
¿cuál es el rol del varón en el feminismo? La premisa es compleja. Existen, se
sabe, muchos feminismos dentro del feminismo. Es coherente, por ende, que haya
muchos puntos de vista al respecto. Concretamente en lo que refiere a la
militancia día a día, hay un acuerdo general sobre evitar comentarios, conductas
y chistes machistas (por ideología propia, no para zafar), además de estar
atento al respecto para alertar y/o no compartir contenido del estilo en redes
sociales o WhatsApp. Eso sin contar el profundo proceso de deconstrucción
personal que, en los papeles, ya debería pasar si es uno consecuente con su
pensamiento.
Pero, ¿y en la
vía pública? En marchas o actos oficiales, la cuestión es diferente. Es harto
conocida la postura de buena parte de los colectivos que no quieren ni
prefieren presencias masculinas en los actos del 8 de marzo o 3 de junio, por
ejemplo. Puede haber todas las buenas intenciones, pero teniendo en cuenta el
contexto político-cultural en el que la sociedad se ha criado y estamos, el
varón aun actúa bajo un contexto que lo favorece, y esa presencia bien puede
interpretarse como una apropiación del lugar y circunstancia donde el grupo
históricamente perjudicado se está expresando. El hijo del dueño de la fábrica no va a la marcha del sindicato. Eso sin
contar que cualquier chica puede encontrarse con algún “machito rescatado” que
en algún momento la haya violentado.
Con el pañuelo
ocurre la misma lógica: el reclamo por la legalización del aborto ha sido una
bandera históricamente enarbolada por el colectivo de mujeres y transgénero
(recordemos, octava vez que se presenta el proyecto). Es, entonces, entre
imprudente y soberbio portar un reclamo que no había sido tomado hasta que no
hubo una posesión pública y masiva. Ingresar en una lucha donde muchas se han
encontrado (y con una intimidad que el colectivo varonil desconoce) es, por lo
menos, invasivo.
Espacios para
rehabitar y reflexionar como masculinidades -y de ahí contribuir al feminismo-
abundan: desde los talleres dictados por el colectivo de mujeres Mala Junta hasta el Encuentro Latinoamericano de Varones
Antipatriarcales (que este año tendrá su octava edición, en Uruguay) donde
también diversos talleristas apuntan a deconstruir el mandato masculino,
también aportan a un cambio útil. El cambio de roles “tradicionales” también es
una estrategia: para el último Encuentro
Nacional de Mujeres, realizado el año pasado en Trelew, Chubut, la
organización La Poderosa llevó a un
par de muchachos para que se encargaran del orden, cocina y cuidado de bebés, a
fin de que sus compañeras pudieran ir a todas las reuniones y la marcha general
sin tener que ocuparse de algo extra. Dicha decisión fue votada y tomada en
asamblea previa.
Y en lo
estrictamente particular, tomar por ejemplo lo que dicen Diana Broggi y Mariel
Martínez Cabrera: que los varones busquen “feminizarse”. “Pensamos el
feminizarse como el aprender otros patrones culturales y relacionales”, dicen
en su Carta a los Varones Desorientados.
Feminizarse como el aprender a ver cómo fue tomado el rol de la mujer en una
relación y que se puede rescatar y/o modificar de eso a fin de hacerla más
sana. Se suma otra voz: “El hombre no tiene que estar ahí para ayudar a las mujeres. No los necesitamos. Necesitamos de
espacios separados, sí. Pero el hombre tiene que participar de la lucha contra
el mandato de masculinidad por sí mismo, para defender su posibilidad de
transformarse en un sujeto pacífico, en un sujeto feliz”. Esta brillante
síntesis nace de la boca de Rita Segato,
eminencia si las hay dentro del campo del feminismo moderno.
Las compañeras
ya han demostrado que no quieren ni necesitan de presencia varonil en sus filas
para tirar abajo el patriarcado. Los “aliados” bien pueden contribuir
haciéndose a un costado y ver qué tienen para decir las compañeras sin
necesidad de explicar cómo hacer lo
que ellas ya estaban construyendo cuando llegaron. Si al final “no están
buscando” que los aplaudan o feliciten por un cambio (al fin y al cabo, lo que
hay que hacer) no hay necesidad de remarcarse ni llamar la atención.
A mediados de los
años ’90, Charly García sacó un disco/consigna titulado Say No More, donde se desquitó de ciertas críticas y atacó la
música desde un costado más experimental, partiendo de todo su background y
buscando que nadie le diga cómo hacer algo que él ya sabía hacer. Si bien la traducción literal es “No digas más
(nada)”, el concepto significaba, según sus propias palabras, “callate y
escuchá”. Esto, salvando las distancias y protagonista, es exactamente lo
mismo.
[Texto originalmente pensado y escrito para una materia de la facultad que me di cuenta encajaba perfecto aquí]