lunes, 2 de septiembre de 2019

Say No More IV

-   - Yo milito desde el arte. Voy a las marchas.
La compañera lo fulminó con la mirada. Había escuchado, por enésima vez quizá, la misma excusa de la que se agarra más de un pibe para justificar su accionar. Un rato antes, y sin que nadie más interviniera, la compañera se lo había cruzado al compañero en el ascensor y le preguntó -recriminando- sobre su uso del pañuelo de la Campaña por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito atado a su mochila. Esto viene a cuenta de un viejísimo debate.
    El último martes se volvió a presentar, por octava vez consecutiva, el proyecto de ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE), que congregó una multitud de personas en los alrededores del Congreso de la Nación. Se vio una enorme mayoría de mujeres y cuerpos gestantes encabezando la propuesta. Aunque también se vio una cierta cantidad de varones. Y ahí otro sub-debate se volvió a instalar: ¿deben ir los varones a las marchas feministas?
    En principio, ¿está “mal” estar a favor de la Ley IVE? No. Ahora, ¿está “mal” portar el pañuelo verde siendo varón cisheterosexual, blanco y de clase media? Ahí la respuesta es distinta.
    En realidad, para contestar esa pregunta hay que volver a la madre de todas las batallas: ¿cuál es el rol del varón en el feminismo? La premisa es compleja. Existen, se sabe, muchos feminismos dentro del feminismo. Es coherente, por ende, que haya muchos puntos de vista al respecto. Concretamente en lo que refiere a la militancia día a día, hay un acuerdo general sobre evitar comentarios, conductas y chistes machistas (por ideología propia, no para zafar), además de estar atento al respecto para alertar y/o no compartir contenido del estilo en redes sociales o WhatsApp. Eso sin contar el profundo proceso de deconstrucción personal que, en los papeles, ya debería pasar si es uno consecuente con su pensamiento.
    Pero, ¿y en la vía pública? En marchas o actos oficiales, la cuestión es diferente. Es harto conocida la postura de buena parte de los colectivos que no quieren ni prefieren presencias masculinas en los actos del 8 de marzo o 3 de junio, por ejemplo. Puede haber todas las buenas intenciones, pero teniendo en cuenta el contexto político-cultural en el que la sociedad se ha criado y estamos, el varón aun actúa bajo un contexto que lo favorece, y esa presencia bien puede interpretarse como una apropiación del lugar y circunstancia donde el grupo históricamente perjudicado se está expresando. El hijo del dueño de la fábrica no va a la marcha del sindicato. Eso sin contar que cualquier chica puede encontrarse con algún “machito rescatado” que en algún momento la haya violentado.
    Con el pañuelo ocurre la misma lógica: el reclamo por la legalización del aborto ha sido una bandera históricamente enarbolada por el colectivo de mujeres y transgénero (recordemos, octava vez que se presenta el proyecto). Es, entonces, entre imprudente y soberbio portar un reclamo que no había sido tomado hasta que no hubo una posesión pública y masiva. Ingresar en una lucha donde muchas se han encontrado (y con una intimidad que el colectivo varonil desconoce) es, por lo menos, invasivo.
    Espacios para rehabitar y reflexionar como masculinidades -y de ahí contribuir al feminismo- abundan: desde los talleres dictados por el colectivo de mujeres Mala Junta hasta el Encuentro Latinoamericano de Varones Antipatriarcales (que este año tendrá su octava edición, en Uruguay) donde también diversos talleristas apuntan a deconstruir el mandato masculino, también aportan a un cambio útil. El cambio de roles “tradicionales” también es una estrategia: para el último Encuentro Nacional de Mujeres, realizado el año pasado en Trelew, Chubut, la organización La Poderosa llevó a un par de muchachos para que se encargaran del orden, cocina y cuidado de bebés, a fin de que sus compañeras pudieran ir a todas las reuniones y la marcha general sin tener que ocuparse de algo extra. Dicha decisión fue votada y tomada en asamblea previa.
    Y en lo estrictamente particular, tomar por ejemplo lo que dicen Diana Broggi y Mariel Martínez Cabrera: que los varones busquen “feminizarse”. “Pensamos el feminizarse como el aprender otros patrones culturales y relacionales”, dicen en su Carta a los Varones Desorientados. Feminizarse como el aprender a ver cómo fue tomado el rol de la mujer en una relación y que se puede rescatar y/o modificar de eso a fin de hacerla más sana. Se suma otra voz: “El hombre no tiene que estar ahí para ayudar a las mujeres. No los necesitamos. Necesitamos de espacios separados, sí. Pero el hombre tiene que participar de la lucha contra el mandato de masculinidad por sí mismo, para defender su posibilidad de transformarse en un sujeto pacífico, en un sujeto feliz”. Esta brillante síntesis nace de la boca de Rita Segato, eminencia si las hay dentro del campo del feminismo moderno.
    Las compañeras ya han demostrado que no quieren ni necesitan de presencia varonil en sus filas para tirar abajo el patriarcado. Los “aliados” bien pueden contribuir haciéndose a un costado y ver qué tienen para decir las compañeras sin necesidad de explicar cómo hacer lo que ellas ya estaban construyendo cuando llegaron. Si al final “no están buscando” que los aplaudan o feliciten por un cambio (al fin y al cabo, lo que hay que hacer) no hay necesidad de remarcarse ni llamar la atención.
    A mediados de los años ’90, Charly García sacó un disco/consigna titulado Say No More, donde se desquitó de ciertas críticas y atacó la música desde un costado más experimental, partiendo de todo su background y buscando que nadie le diga cómo hacer algo que él ya sabía hacer. Si bien la traducción literal es “No digas más (nada)”, el concepto significaba, según sus propias palabras, “callate y escuchá”. Esto, salvando las distancias y protagonista, es exactamente lo mismo.

   [Texto originalmente pensado y escrito para una materia de la facultad que me di cuenta encajaba perfecto aquí]

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