Nunca me sentí tan cerca de Silvio Astolfi, el protagonista
de esa maravillosa novela de Roberto Arlt, “El Juguete Rabioso”, como en este
momento. Desde que comencé mi etapa laboral, tuve 8 trabajos, sin contar
changas o aportes gratuitos. Por mi formación y mi capacidad –y mis
antecedentes, luego – no creo tener pocas condiciones como para desempeñarme
eficientemente en una tarea. Aquell@s que me conocen saben que a veces me hago
renegar pero no soy tan impotente como para no afrontar una tarea y menos una
grupal. Ahora bien, la intolerancia de ciertas empresas y lugares es
abominable. Y los que te tercerizan, todavía son honestos: no quieren dejar de
hacerte ver que te van a forrear hasta siempre. Pero lo peor son los lugares “progres”.
Porque allí el funcionamiento es exactamente el mismo. De la boca para afuera
es una cosa, de la boca para adentro otra: cunde el amiguismo y el
verticalismo. Ok, no digo que nunca un amigo o un familiar te acerquen tu
primera oportunidad, pero después dejate de romper las pelotas. Y creo que ya
todos sabemos, a esta altura, que profesionalismo es dejar de lado las
diferencias humanas para que cada uno se concentre en sus virtudes y ventajas
que pueda aportar. De última nos cagamos a trompadas en la esquina, después.
Otra más: tres meses de prueba. ¡¿Qué carajo son 3 meses de
prueba?! ¡¿Para qué carajo necesitás 3 meses de prueba?! ¿3 meses te sirven
para especular con mi ansiedad y nerviosismo a ver si quedo? ¿3 meses son los
que voy a tardar en agachar la cabeza y entregar el orto? ¿En 3 meses esperás
que no me mande Una cagada? Si me la mando el último día, ¿invalida todo lo que
hice anteriormente? ¿3 meses me vas a tener cortando clavos con las cejas para
ver si entro o no? Y eso porque no bajamos hasta la raíz primera todavía peor: “Pasa que acá buscamos a alguien que tenga
más experiencia”. ¡¿Cómo voy a tener experiencia si nadie me da trabajo,
forro?!
Y el problema, otra vez, no es la manera de trabajar: el
problema es que la mosca la tienen los mismos de siempre. Vivo históricamente
en un barrio de casas bajas donde es muy difícil mantener un negocio: la gran
mayoría de su población es jubilada y su ingreso no es mayúsculo, con lo que no
sorprende ver un comercio cerrar (y sí a la inversa). Sucede que después su
lugar lo ocupa una cadena grande. Ya no sé cuántos locales de Havanna, Santander,
Starbucks o Adidas vi nacer en el último tiempo por toda la Capital. Crecen
como hongos, germinan como plantas.
A la larga o a la corta, pretendo ser trabajador
independiente. Prefiero morir en la pobreza a que mi situación dependa de la
calidad del pete que le hizo la amante a mi jefe la noche anterior. Pero esto
no se trata exclusivamente de mí, eso
está más que claro. No puedo pretender que todo el mundo quiera ser trabajador
independiente. Habrá quienes no quieran, no pretendan, o no puedan. No se trata
de mí porque me excede. Pero sí se trata de mí, también, porque abarca toda mi
generación, que quiere y no puede, o puede poco. Con trabajos de mierda o sin
trabajo, encapsulados en un sistema
económico-humano según el cual, si no triunfás, sos un fracasado, un pelotudo o
un incapaz. O todo eso junto. No me extiendo en eso porque ya se ocuparon
varios mucho antes y mejor que yo.
Pero por ese lado viene mi exclamación. Las empresas se
quejan de la falta de creatividad en sus zonas. Disculpame, ¿cómo querés que
sea creativo si me tenés todo el día con el fusil en la frente? No, en serio.
Seriamente hablando, ¿me creés tan pelotudo o sos tan hijo de yuta? Porque,
créanme, pocas cosas son tan horribles como que te echen de tu trabajo. Que te
digan “no pasaste la prueba”, “no necesitamos más de tus servicios” o
directamente “estás despedido”. Es DE
MIERDA. Un navajazo a los huevos. Te sentís lo peor. Con vos y con el mundo.
Y guarda: en mi caso hablamos de un varón blanco heterosexual instruido de
clase media sin enfermedades venéreas ni hijos de por medio. Imagínense las
demás variantes.
Voces cercanas me piden que me conforme. No me puedo conformar.
No me voy a conformar. Si me conformo
con 22 años, ¿qué me queda para los 30, 40? ¿Matarme? Una personalidad muy
nefasta dijo una vez que “a los veinte
años no se puede andar sin coche y sin plata”. No tengo auto ni quiero,
pero es muy deprimente darse gustos a cuentagotas o regatear hasta el último
centavo; más en una economía tan traicionera como la argentina, donde hoy por
ahí te das una alegría y viajás a
Chascomús y mañana no podés comprar manteca, aceite o gas. No creo en la
dignidad ni en nada que deba ser dignificado porque no creo en un único criterio
para el mundo a la hora de afrontar las cosas. Hasta la ética me parece
personal y circunstancial. Pero el derecho a la paz y al bienestar es tan
antiguo como el humano. Y no sé hasta dónde se podrá mantener la paz de seguir
así o no poner un freno y que estos tipos cambien, porque van a terminar ahogados
en su propio lodo. Aunque, si tengo que elegir un horizonte, prefiero volver al
autor citado al principio y seguir su camino ya que “el futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo”.